Hace unos cuantos años, cuando alguien me preguntó qué libro infantil me gustaría haber escrito, mi respuesta fue un poco petulante. Los libros infantiles de los que me gustaría responsabilizarme los he escrito o los escribiré. La obra que me deslumbraba por entonces y me sigue deslumbrando se titulaba "Cien años de soledad".
Me pasé casi una década esperándola. Era el libro que yo quería leer mientras transigía, a regañadientes, con verdaderas obras maestras que recreaban una realidad a mi alcance y quizá por eso tan poco seductora. Lo que yo quería era recorrer los páramos amarillos de las afueras de Macondo en los que el eco repetía los pensamientos; ver a Prudencio Aguilar reuniéndose con su asesino para aliviar la soledad de los muertos. Y a la propia muerte, vestida de azul, pidiendo a Amaranta que le enhebrara una aguja; saber del cuerpo tatuado de José Arcadio, que ni metido en lejía perdió el olor a pólvora, y, cuando estaba vivo, de Rebeca, en sus brazos, alcanzando, al límite de la consciencia, a dar gracias a Dios por haber nacido. Qué sugerente.
Lo que yo quería leer en aquellos años era el Borges de "El inmortal" y los cuentos de Cortázar, "Continuidad en los parques" y "La noche boca arriba"; la historia de "Pedro Páramo" que Gabriel García Márquez acostumbra a regalar a sus amigos a través de los años.
Pero mi devoción por el realismo mágico viene de lejos y se enraíza en las influencias de mis orígenes, que son teatrales. La de Jardiel Poncela, negándose apasionadamente a representar en escena la vulgaridad cotidiana. ¿Para eso se edifican los teatros?, se preguntaba indignado. ¿No está más de acuerdo con la naturaleza del teatro que lo que sucede en escena sea lo extraordinario, lo imposible, lo que a nadie podría ocurrirle jamás?
Y lo admito, Se comprende que resulte una afirmación chocante. Pero me atrevo a asegurar que, en la oficialidad pacata y mezquina de la España de las dictaduras, la obra teatral de Miguel Mihura era puro realismo mágico.
Y a fin de cuentas es de lo que se trata; de descubrir los signos inquietantes en lo que nos rodea; los finales que nunca se previeron, los laberintos donde nos perdemos y los desiertos que llevamos a cuestas; porque hay muchos mundos, ya nos lo han avisado, pero están en éste.
Y en eso consiste el reto; en recrear la sordina de la vida misma, pero haciéndole aflorar su magia.