Encuentro con Rosa Chacel
- Yo había estado aquí en el sesenta y uno, un poco de tapadillo, para ver cómo iban las cosas, y, claro, lo que ví no me gustó nada; además tuve alguna crítica negativa. Marra López y Torrente Ballester no me trataron bien.
Al entrar en casa de Rosa Chacel hay dos aspectos que llaman mi atención: el de esta mujer que ha llegado a los ochenta y dos años en plena juventud, y la humildad de su vivienda, una humildad sin disfrazar. Esto es, quizá, lo que hace el ambiente inusitado, la falta de disfraz.
- Nunca habíamos intervenido en política, pero teníamos mucha amistad con la gente de la república, hubiera sido muy arriesgado quedarnos; luego, ya en el setenta y dos nos instalamos aquí.
Hay, al fondo, junto a la ventana, una mesa camilla con cuatro sillas, y plantas por los rincones; más acá, en la pared de la izquierda, hay un cuadro grande en que aparecen Rosa y su marido, Pérez Rubio; y, a la derecha, otro retrato de Rosa a los veinticinco años, con unos ojos fuertes y oscuros. Está pintado por su marido. Al marcharse lo abandonaron en Madrid, y un amigo lo recuperó en el Rastro.
- Yo me había estado escribiendo con algunos autores jóvenes, Ana María Moix, Pedro Ginferrer, Félix Grande... pero la popularidad que usted dice vino después, cuando empecé a salir en la televisión. Eso de la televisión es fabuloso.
Todo tiene un aire ordenado y escueto. Estamos sentadas ante una mesa baja; ella frente a mí, en una silla, arropada con un chal de lana.
- El otro día, cuando nevó tanto, yo bajé a correos, aquí cerca; y un señor me estuvo indicando el mejor camino para que no resbalara. Yo quería coger un taxi, y él dijo: hoy va a ser difícil que encuentre taxi. Si no fuera usted muy lejos yo la llevaba. Resulta que me conocía y se sabía toda mi vida; pero no crea que era un intelectual, no. Tenía aspecto de comerciante, algo así... y había leído todos mis libros.
- ¿Se escribe para eso?
- Puede que, en el fondo, sí, que se escriba para eso.
Tiene un bonito pelo gris, un rostro suave y animado, y una voz saludable que facilita la comunicación.
- Es curioso cómo ha conectado usted con la juventud.
- Sí, fíjese. A mí me leen los jóvenes sobretodo. Cuando realmente me he dado cuenta de esto ha sido en la feria del libro. No se puede imaginar la cantidad de libros que yo he firmado. Y la mayor parte eran jóvenes.
- Usted fué una niña muy atendida en su desarrollo intelectual.
- Mucho. Mis padres me dedicaron una atención total, exclusiva; Porque yo tenía ya dieciseis años cuando nació mi hermana Blanca, por eso "Desde el Amanecer" está dedicado "a Blanca, que no llegó al primer acto".
- Y superprotegida.
- Superprotegida, sí.
- Los psicólogos dicen que eso es malo.
- Bobadas, eso es buenísimo.
- Usted es de los pocos autores españoles que han contado su vida.
- Ortega se preguntaba a qué era debido. Yo decía en "Las Confesiones", que los españoles no cuentan su vida porque son vidas inconfesables.
- A los diez años dibujaba y hacía versos.
- A mí es que me educaron para escritora. En mi casa no se hablaba más que de literatura, la vieja literatura española. Mi padre no toleraba una incorrección en el lenguaje; mi madre era maestra.
Y era quien me enseñaba. Éramos parientes de Zorrilla, y, cuando yo estaba enferma, ellos representaban sus obras para distraerme.
- Parece el cuadro de una infancia feliz.
- No lo fué, porque mis padres no eran felices, tenían muchos problemas económicos; no digo que fuera un grado extremo de pobreza, pero había muchas dificultades. Julián Marías me dijo que en "Barrio de Maravillas" había dado una visión muy clara de la pobreza, no de la miseria.
- ¿El dinero es necesario para ser feliz?
- Sí, es un condicionamiento.
- A pesar de ese ambiente literario usted quería ser escultora.
- Quería ser escultara. Antes de escribir me dediqué a modelar. Hice tres cursos en la academia de Bellas Artes, y el último pesqué una bronquitis que me duró bastante, me dió mucha guerra porque tampoco el médico me entendió bien, y tuve que ir a reponerme a la sierra. Al año siguiente mi madre ya no quiso que volviera a los sótanos de vaciado, con aquel frío, y la humedad. Entonces empecé a ir al Ateneo y a centrarme más en la literatura. Realmente siempre había pensado en la literatura.
- ¿Qué le aportó de nuevo respecto a la escultura?
- La escultora ya lejos del modelo clásico, no sé cómo decirle, es muy limitada. El abstracto y todo eso a mí no me interesaba. La literatura es limitada.
Se expresa con vigor -"Mi médico dice que soy una maquinaria perfecta"- y una gran confianza en sus juicios, a veces con vehemencia. Su visión del país es pesimista. "Los males de España no tienen remedio. Siempre la sangre". Se levanta para traer cocacola con ginebra, y hablamos de María Moliner, de su inmenso trabajo en ese diccionario que excluye las palabras "malsonantes".
- Fíjese, ¿cómo habrá podido incurrir en un fallo así una mujer como ella?, algo tan absurdo, tan anticientífico... pero es que los males de España afectan hasta a las primeras figuras. María Moliner es una primerísima figura. Yo creo que ha sido la última mujer que ha sufrido la discriminación de la Academia. Tenía todo el derecho a entrar.
- ¿La última?
- Sí sí, yo no soy feminista. La mujer nunca ha sido marginada, sino esclavizada, tanto como el hombre.
- Parece que usted desconociera la situación real de la mujer española.
- Pero eso se debe a otras razones, la familia, la Iglesia.
Por supuesto que en el terreno jurídico soy feminista. Hay que cambiar las leyes como lo hicieron las inglesas, a tiros; pero yo no admito esas ideas de crear una cultura femenina, el machismo, eso son imbecilidades.
¿Qué opina sobre el divorcio?
- Es cirugía. Cuando una pierna está gangrenada nadie discute si se corta o no. Se corta.
Ella tuvo un largo matrimonio que califica de feliz. Cuando le pregunto el tiempo que duró contesta que "siempre, todavía sigue", a pesar de que su marido murió en 1977.
- Yo tenía diecisiete años cuando nos conocimos, y él diecinueve. Ingresamos juntos en Bellas Artes.
Maduraron juntos. ¿Evolucionaron igual?
- Sí, sí, igual. Vivíamos en el mismo ambiente, leíamos los mismos libros, nos entendíamos muy bien; no digo que no discutiéramos, claro que discutíamos, por todo.
De esta reciente soledad no habla. Habla de su hijo, de la esperanza de que pueda establecerse pronto en España y compartir con ella este pequeño piso. Dice que está habituada a la soledad.
- Sí, porque mi marido y yo hemos estado separados muchas veces. Cuando gané la beca en Estados Unidos pasé allí dos años sola, y sin hablar inglés.
¿Sin hablar inglés?
- No señor, ni buenos días, ni me molesté en aprenderlo. Pude pasarme dos años en soledad perfecta y sin abrir la boca.
- Nueva York se le haría muy duro.
- Nueva York es precioso, y la naturaleza en Estados Unidos es una maravilla. Manhattan está rodeada por unos paisajes preciosos.
- ¿Le gusta Woody Allen?
- Sus películas sí. Lo triste es tener que verlo a él de galán, con ese aspecto.
- ¿Valora mucho la belleza física?
- Muchísimo. Es monstruoso que los niños sientan amor por esos horribles muñecos. El niño no capta la ironía, no puede percibir lo ridículo, lo que se hace es deformar su sentido estético.
- Cuando usted se miraba al espejo, ¿se gustaba?, ¿se aceptaba?
- La cara no me preocupaba, pero toda mi vida ha sido un sacrificio constante para evitar la obesidad, porque todas las mujeres de la familia de mi madre han llegado a pesar más de cien kilos. Era debido a un problema de tiroides que les hacía engordar terriblemente. Así que yo siempre he estado a régimen, un régimen trágico al que falto todos los días.
Pero no es verdad, porque ha prescindido completamente del dulce, y sólo de cuando en cuando se permite un whisky o un cubalibre, aunque no parece necesitar tales preocupaciones.
Desembalamos un retrato que le hizo Nora Borges en el cuarenta y tantos. Me habla de su amistad con Nora, y apenas de Borges, "un hombre extraño, torturado