Querida Aurora,
Siento que tu carta llegara mientras yo estaba ausente de Madrid y que eso haya contribuido a retrasar mi contestación; también lamento no ser nada propicia a hablar de literatura infantil, fundamentalmente porque no tengo gran cosa que decir al respecto, y porque lo más probable es que no hiciera sino repetir consideraciones anteriores; por ejemplo, las que aparecieron en el número del Urugayo dedicado a la literatura juvenil. De todas formas, te contaré algo sobre las circunstancias personales que me llevaron a este terreno, lo que, por supuesto, tú puedes utilizar como mejor te parezca. El que yo sea remisa a hablar sobre el tema no quiere decir que no valore y agradezca mucho que tú te tomes el trabajo de hacerlo.
La cuestión de por qué dedico mi actividad a los niños admite planteamientos diversos, y todos son auténticos.
A menudo se escribe, o se empieza a escribir, para un niño determinado.
El niño de esta historia tenía cinco años y estaba viendo un programa de televisión con un ojo sí y el otro no, porque el programa le daba miedo. Entonces pensé en escribir una serie para él. La formaron veintiseis guiones muy espontáneos y muy frescos, con toques de humor, y un vocabulario y una sintaxis muy cuidados. Se escribieron con relativa facilidad, pero conseguir que alguien los leyera en Televisión Española requirió casi cinco años de esfuerzo.
Cuando terminé de trabajar con ella, estaba convencida de que, con una serie, ya había dicho todo lo que tenía que decirle a un niño.
No sé cual fué la razón de que escribiera, poco más tarde, un libro que se llamó Historias de Ninguno. Tal vez buscaba una salida al ejercicio de la literatura, porque ningún empresario parecía dispuesto, no ya a estrenar mis comedias, sino ni siquiera a leerlas.
Por pura casualidad,envié aquel libro a una "desconocida" Fundación Santamaría que patrocinaba un premio igualmente desconocido para mí. El Barco de Vapor.
Y al enviarlo pensé que con aquel cuento ya había concluido mi producción infantil. Ahora sí que no me quedaba absolutamente nada que contarle a un niño.
Recuerdo que estaba cayendo una nevada en Madrid y que yo iba por la calle leyendo la carta en que el editor me proponía la publicación de aquel libro.
Nunca ha vuelto a nevar en Madrid de una manera tan fervorosa. Cuando el libro se editó y tuve el primer ejemplar en mis manos, me sentí aterrada por haber escrito toda mi vida con tanta premura, tanta irresponsabilidad y tanto descuido, sin haber recurrido siquiera a la impagable ayuda de María Moliner.
Se había terminado el tiempo de escribir como se vivía, emotiva y apasionadamente, a base de improvisaciones y chapuzas. A partir de ese momento había que hacer de la emoción un oficio.
Aparentemente no se daban las condiciones más favorables. En cambio, como modelo sociológico de la época, mi papel podía considerarse bastante representativo. Estaba cerca de los cuarenta años y de la noche a la mañana me había encontrado en la necesidad urgente de ganarme la vida. Como muchas mujeres, yo había puesto mi actividad al servicio de intereses ajenos y carecía de recursos. Sólo disponía de una baza. No había dejado de escribir desde los siete años. De hecho, no había ninguna otra cosa que supiera hacer, pero tampoco quería hacer ninguna otra cosa.
Lo intenté en casi todos los campos.
Entrevisté a Rosa Chacel y a Vallejo Nájera. Hice un artículo sobre el centenario de Pinocho, hablando de los niños-modelo que atormentaron nuestra infancia y de como estaban humanizándose los protagonistas de los libros infantiles (Guillermo, Tom, Celia y Antoñita, entre los precursores), y llevé estos trabajos a Rosa Montero que entonces dirigía el semanario de El País.
Me dijo que tenía exceso de originales.
También visité con otros artículos al redactor jefe. Creo que se llamaba Ismael López Muñoz.
No dijo nada.
Con el intervalo de varios meses preparé dos series radiofónicas que fueron sucesivamente ignoradas por el jefe de espacios dramáticos y por el director de Radio Nacional de España (Eduardo Sotillos, a la sazón).
Tenían exceso de originales.
Tampoco prosperaron otras entrevistas en la SER con el señor Martín Blanco.
Removí mis antiguas comedias y volví a trabajar sobre alguna de ellas. Los empresarios a los que visité (Ángel García Moreno, Manzanaque, Manuel Collado) mantuvieron el mismo mutismo de los años precedentes, y con el Ministerio de Cultura se recibían originales en exceso solicitando una subvención para ser llevados a escena.
También tenían exceso de originales en televisión, por lo que no podían demorarse en someter los míos a una seria consideración.
En el departamento de programas infantiles naufragaron, asimismo, algunos proyectos. Finalmente, con seis o siete recomendaciones por delante, conseguí hacer un pequeño trabajito; lo que no conseguí fué cobrarlo sino hasta dos años más tarde, y eso valiéndome de una fuerte recomendación.
Llevé otros artículos a César Alonso de los Ríos, que dirigía la revista La Calle. César me sugirió, sabiamente, que escribiera libros importantes como medio de motivar a la gente a interesarse por mis opiniones particulares.
Todo esto y algunas cosas más sucedieron, aproximadamente, entre mil novecientos setenta y cuatro y mil novecientos ochenta y dos. Quizá deba señalar que uno de mis relatos quedó seleccionado para el premio Felipe Trigo, y una de mis comedias (de título cambiante), para el Lope de Vega, y que uno de mis guiones ganó un concurso en Radio Nacional. Pero nada de eso tuvo repercusión alguna en mi actividad. Eran otros los acontecimientos que iban a influir de manera decisiva en mi trayectoria profesional.
Por esa misma época, y como uno más de aquellos tanteos múltiples y desesperados, escribí otro libro infantil que se tituló Jeruso quiere ser gente, y que fué presentado, bajo el correspondiente seudónimo, al premio Barco de Vapor mil novecientos ochenta y uno. El relato que siguió a este, Lucas y Lucas, fué escrito con la intención de obtener el premio Altea, pero tuvo que resignarse a un segundo puesto. El título inmediato, Capitanes de plástico, nació con mejor estrella y el propósito de competir por el premio Lazarillo mil novecientos ochenta y dos.
Para estas fechas había escrito cuatro libros dirigidos a los niños, los cuatro habían sido premiados, y yo había recorrido, sin proponérmelo, el camino que me adentraba en el territorio de la literatura infantil.
Durante tres o cuatro años me dediqué a ella de forma casi exclusiva. Al mismo tiempo, la industria, que se presentaba prometedora, experimentó una verdadera eclosión. Casi todas las editoriales crearon colecciones infantiles, y a los autores especializados -y a los que se especializaban de la noche a la mañana- se nos brindó la oportunidad de publicar cuanto escribiéramos.
Ignoro la razón exacta de que yo me parara en ese momento y decidiera volver a escribir para adultos.
Anoto estos datos el día doce de diciembre de mil novecientos ochenta y nueve. Hace aproximadamente un año quedesde Televisión Española se me devolvió la última serie dramática que había preparado, sin un solo comentario.
Esta misma mañana me acaba de ocurrir algo parecido con la novela y el libro de relatos que envié a la editorial Anagrama. Después de ocho meses de espera me han sido devueltos sin una sola línea de respuesta, sin una sola palabra.
Estoy pensando si olvidarme definitivamente de la novela que tengo entre manos y que tantos quebraderos de cabeza me está dando.
Estoy pensando si ponerme a escribir, de nuevo, un día de estos, un libro para niños.