Algunas de las historias que he escrito me provocan esta pregunta. Por qué he escrito esto, de dónde salió, qué diablos tenía yo en la cabeza. Y se muy bien que no es en la cabeza donde surgen las historias. En la cabeza se construyen y se demuelen y se vuelven a construir. A veces se sostienen.
Se que cada historia, como cada cultivo, es fruto de su estación. Supongo que la mayoría de los relatos han sido interiorizados. Y cuando salen a la luz han tenido una geminación larga y secreta; oscuridad, silencio y nutrición antes de brotar, como cualquier semilla. Quien lo escribe suele reconocer una gran parte del tejido argumental. Pero también hay productos de invernadero. Y en el caso de El gorila manco, escrito tres, cuatro años antes de que se editara, se que me propuse hacer una novela al uso, diferente de las mías. Y que no me planteara problemas literarios ni de edición.
El primer problema, sin embargo, me lo busqué por mi cuenta y desde el primer momento. Tan pronto como me puse a escribir quise que el lector participara en la trama. Y no lo conseguí. Esa primera intención frustrada dejó, con mi acuerdo, un resto de ambigüedad que enriqueció la historia. A la tercera versión, la que aceptó Anaya, di el libro por válido. Y en estas fechas, a poco de su difusión - y difusión quizá sea una palabra exagerada -, ya estoy preguntándome de dónde salió.
Se escriben historias que se han acunado durante años, o tan enraizadas en lo que somos y vivimos que sentimos muy próxima su filiación. En el gorila manco, sin embargo, no encuentro mi reflejo. Probablemente fue el último libro que escribí en León, donde mi hermana me prestaba su piso algunos veranos. Allí, en una reclusión conventual, estructuré varias historias en periodos de cuarenta días. Y luego trabajaba cada una de ellas durante los años que hicieran falta.
¿De dónde salió esta novela?
Creo que la primera referencia del gorila me llegó a través de un artículo del semanario El País sobre el tráfico internacional de animales, en el que venía la foto de aquel ejemplar que se había quedado manco en una trampa de cazar búfalos. Y algo tuve que leer por entonces; algo sobre la capacidad de entendimiento o de comunicación de los guacamayos. De la ciudad en la que se mueve esta gente, que puede ser Valencia, conservo un recuerdo como un destello de algún viaje laboral muy rápido. Y los casos de personas desaparecidas son un tema recurrente en la información que se nos reitera con la misma perseverancia del desaparecido.
La mirada alrededor la usé para humanizar las breves intervenciones del chico que desaparece. Hubo un trabajo, un buen reportaje sobre Chicos en otro suplemento del País, del que recogí también algunas palabras del niño colombiano al que la fotógrafa encuentra en el sótano atendiendo a los animales. De ese mismo reportaje tomé el nombre de Nastia, la reportera rusa. Kalininsk, su lugar de nacimiento, era la cuna del acordeonista que ese verano estaba tocando en el puente de san Marcos de León. Él fue quien me proporcionó los datos de la situación de Dimitri al contarme que vivía en casa de un funcionario, al que pagaba el alojamiento en metálico además de limpiarle la casa, mientras esperaba obtener por arraigo el permiso de residencia en España.
Para perfilar la entidad del narrador recurrí a un tenor joven, que había sido motorista de competición y que había padecido ese desacuerdo adolescente con su nariz que, más o menos, todos acabamos por superar. Durante su niñez, la misma sombra de Drácula se había proyectado de madrugada en las paredes de su dormitorio. Él me proporcionó también alguno de esos conocimientos que nunca he cultivado: nombres y referencias de armas y de vehículos; la distribución de modelos de coches que corresponde a cada barrio urbano y el descapotable que puede provocar la expectación de la temporada. Y me pareció oportuno darle un aire que permitiera a algún despistado calificarlo de marica. Y que disimulara, en este caso, una infiltración femenina (la mía). Se que fui bastante rigurosa en la construcción del tipo. Solo recuerdo un momento, a ver si lo localizo, en que transigí, a conciencia de que “un tío no hace esto, no dice esto, pero quiero dejarlo”. Y lo dejé. Una frase, un pensamiento, seguramente en su relación con Corina.
Que dos amigos se enamoren de la misma chica en la primera juventud, o se sucedan en su amor, es frecuente. Y esa mujer, la madre precoz del desaparecido, tomará cuerpo en el desarrollo de la historia, a pesar de que únicamente la vemos de lejos en algún momento. Nunca se acerca.
El calor que agobia las calles por donde ellos se mueven es el calor de ese mes de julio que pasé trabajando en León, en el que se desbordaron los termómetros. Vi a los niños ecuatorianos zambulléndose en contenedores de basura que llenaban de agua. Mi sobrino Juan me enseñó ese poblado donde habitan los marginados. También me enseñó el peculiar jardín que el viejo aficionado al cine le muestra al protagonista. Por supuesto, los títulos de esas películas rodadas en castellano están en la lista de mis títulos preferidos. Y la música de los Dire Straits que se oye en el Z-3 fui escuchándola en un taxi parisino años atrás, avistando como en un sueño la torre Eiffel y sin acabar de orientarme, como en cualquier lugar por donde haya pasado.
Las noticias del incendio en Portugal, la de siete mil hectáreas arrasadas en el levante español, la de los pacientes de más edad muriéndose en los hospitales franceses sin aire acondicionado corresponden a la prensa de esos días, en los que creo recordar que llegaron a producirse en España cortes de suministro eléctrico. Es muy probable que las restricciones de agua favorecieran la sinceridad de algunas escenas en la barriada de Nueva Tanzania.
El cine del que echan a la madre del protagonista, por protestar del excesivo volumen del sonido, es – era - el de san Lorenzo del Escorial, poco antes de que lo cerraran. La mayor parte de la conversación que tiene lugar en el restaurante donde toca Dimitri es trascripción de una charla real entre mujeres.
He leído un poco sobre ideas y actitudes de los profesionales apasionados por la fotografía, porque se me cuelan a menudo en mis narraciones; de modo que una de las frases de Nastia: “para fotografiar la realidad hay que caminar de puntillas", podría ser recordada por su autora o su autor. No recuerdo de quién la tomé; creo que hablaba una fotógrafa española.
No había pensado en dar relieve al tiroteo en el hotel, porque no es mi registro. Proyectaba abordarlo solamente desde la vivencia del tipo, como lo percibe y lo siente él; que en eso radicara su trascendencia. Pero, en cualquier caso, el desarrollo de la escena debía resultar verosímil. Y yo no he presenciado muchos tiroteos fuera del cine.
Como en ocasiones anteriores, mis propias limitaciones acabaron enriqueciendo la figura del protagonista, que también las padece. El viene a dar la misma limitada visión de los hechos, pero en cambio ya va sobre seguro, porque yo me he encargado de prepararle la situación. A través del teléfono - la cuna de la historia, León, ya quedaba muy lejos –, me puse en contacto con un comisario de policía. Por eso pude saber que el tipo de paisano que resuelve el conflicto con un solo disparo de la parabellum era el inspector que dirigía la operación.
Y en fin, la despedida melancólica — que no claudicación - puede integrarse en una actitud ritual de los finales del verano. Las ardillas que esconden su provisión de nueces en las estribaciones de la montaña eran las que veíamos al atardecer mis amigos y yo en nuestros últimos recorridos por la serranía madrileña.