En la cocina de la casa vieja hay muchachas de pueblo que cuentan historias de crímenes y resucitados, cuentos de miedo; la voz ahuecada y espectral alargando tenebrosamente las vocales: "ya voooy, ya vooy, que subiendo la escalera estooy...". Y quién sube por la escalera es un difunto, envuelto en una capa negra, que viene a comerte la asadura. En ese momento se va la luz.
O la sartén se prende en llamas sobre el infiernillo eléctrico, y más vale salir corriendo antes de que se queme la casa y coger los abrigos, que en Valladolid hace frio. Y si la casa no se quema aprovecho la emergencia para echarme azúcar en el huevo frito, sin que la narradora de hace un rato se apide de mis nauseas.
, dice. Es horrible comerse un huevo frito con azúcar cuando los pies no te llegan al suelo y ni siquiera alcanzas los límites de tu propia identidad.
-El día que yo sea Marianito- dice mi hermana Mariló (y Marianito es el vecino de arriba)-, verás las patadas que voy a dar.
Lo mejor de la jornada es que nos cuenten cuentos; nunca a mí sola, naturalmente. Los cánones exigen un corro de oyentes infantil y plural. La narradora es casi siempre una mujer muy joven, que ha llegado de un pueblo castellano con una maleta de cartón y un olor añejo en el vestido. También nos cantan coplas de novios, romances de incestos -"un día estando en la mesa, un día estando en la mesa, se enamoró de su hermana"- que repetimos alegremente ante el escándalo familiar.
-¿Pero qué dice esta niña?
Palabras. Lo que nos fascina de los adultos son las palabras; no cómo viven ni su manera de hacer, sino lo que cuentan. Ser adulto autoriza a participar en las tertulias del anochecer formando el círculo mágico de la narrativa. Y es en ese cículo donde queremos entrar.
La vida puede empezar así, como el trazo de una piedra en la superficie del agua; un círculo chiquito que se agranda en otro y en otro más.
Círculos a la medida de los cuatro años, donde se desvela el mundo. En el colegio de las Jesuitinas de la calle Fray Luis de León, cuando yo tenía tres o cuatro años, aparecían por oscuros recovecos tazones rotos con sangre derramada, ritos satánicos, huellas estremecedoras de la presencia del demonio, que los niños develábamos en nuestros mínimos círculos confidenciales, dirigiendo a la espalda una mirada de prevención, porque el demonio de entonces era una figura cotidiana y familiar que surgía del azogue de los espejos, se introducía de noche bajo tu cama y por menos de nada te arrastraba al infierno para siempre jamás.
Nos salvábamos del infierno como se salvan los niños; con una capacidad de aguante muy superior a la de los mayores y una habilidad encomiable para arrojar el fardo de sus pesares sobre los hombros del adulto que llegará a ser; allá se las entienda.
Tampoco faltaban otros recursos. La magia antigua se da la mano con la técnica y llegan los discos de cuentos aderezados de ráfagas musicales; el leñador bueno que elige la más humilde de las tres hachas, la de hierro, la de plata, la de oro; el leñador avaricioso que será castigado con moraleja final versificada -"te conozco, gordinflón"-, y por ser tan mal amigo -"mereces una lección"-, que los hermanos incorporamos a los rituales caseros particulares, como hacen hoy los niños, a escala nacional, con frases publicitarias y muletillas televisivas.
Y el cine. El deslumbramiento de Bambi, La Cenicienta bajo todas las formas, en película, en disco, en un libro-tesoro que tenía los dibujos en relieve y dotados de movimiento. Si manipulabas la lengüeta de cartón, la Cenicienta barría.
Nunca quise ser la Cenicienta. Quería ser bailarina de ballet, alimentar pájaros recién nacidos y escribir cuentos que dieran la vuelta al mundo.
En el colegio de las Jesuitinas, a los tres o cuatro años, me clavo la astillita en el dedo -el mundo entonces estaba hecho astillas-. Rompo a llorar a gritos sin permitir que nadie me remedie. Y junto a mi hermano mayor -sólo un año mayor- hay otro niño. Mi hermano quiere ayudarme y yo no le dejo. El niño dice:. Yo sigo la dirección de su mirada buscando al pájaro y no lo veo. Vuelvo a mirar al niño interrogante, y el niño sonríe. La astilla ya no está en mi dedo.
Por eso empecé a escribir: porque no volví a encontrar un niño como ése que me sacara las astillitas del dedo. Y porque en el cuarto de los chicos había un mirador.
La luz de la calle López Gómez es dorada y tenue, aureola los contornos de las cosas y los embellece. Es la luz de los seis años, de los ocho años. Y para una niña miope y desorientada, de larga infancia, el mundo seguirá siendo un útero adonde los sonidos llegan filtrados y en sordina; el ritmo de un taconeo en la calzada. El eco sugerente de unas voces en la quietud del anochecer. Las niñas que saltan a la comba cantando la historia de un sevilla-sevillano a quien siete hijos le dio Dios; el romance de una condesa que esperó durante siete años la carta del conde.
En el cuarto de los niños hay dos camas metálicas, una mesa pintada de verde, un agujero en la pared, que los hermanos vamos ahondando laboriosamente, y un mirador donde me siento en el suelo a media tarde, con sol y una merienda de pan y chocolate, a leer un cuento o a escribir un cuento.
-Dice papá que eres tonta porque escribes cuentos; todavía si fueras una chica mayor...
Leyendo cuentos pobres en ediciones pobres; cientos de tebeos que nos disputamos entre los hermanos. Hacen falta muchos cuentos cuando es necesario guardar cama, y esta niña simpre está mala. Hay, apenas, un recuerdo borroso de una criatura retenida por el reuma y salvada más tarde, no se de qué, por las primeras aplicaciones de la penicilina que es preciso ponerle cada dos horas, día y noche. Parece que hatenido de todo.
-Para acabar antes, dígame usted lo que no ha tenido- le pide el médico a mi madre.
Y cuando no es la escarlatina, se atraca de chocolate- chocolate del malo, con tierra; el bueno está guardado con llave- y le da un cólico. O simprllemente crece y le da un calenturón.
Mi madre se queda en la habitación de al lado, con luz baja, vigilandola fibre. La niña delira y lee cuentos. Cuando está leyendo ni siquiera te oye. A falta de otra cosa se aprende de memoria las páginas de lectura escolar y los milagros de las revista religiosas. -El mensajero del Corazón de Jesús-. Es una niña que da mucha guerra. Protesta por cualquier cosa, se pelea con sus hermanos, lo deja todo tirado y en el colegio saca mal en conducta y urbanidad. No es extraño, porque siempre va hecha un desastre, la camiseta asomando por el uniforme y los calcetines comidos.
-Esta niña no es como sus hermanos-.
Los Reyes Magos traen libros escasos. El diario de una muñeca, de marisa Villardefrancos; libros releidos que me dejarían para siempre el gusto de la relectura. Y entonces, el amor por los muñecos y por la infancia, la propia y la ajena. Y el cuerpo que se empeña en desmentirme y en crecer mucho más deprisa que yo.
Cuentos contados por los dedos de la mano. Pelusa, del padre Coloma, que incluye , porque los libros de eb¡ntonces eran así. El inca Garcilaso de la Vega -que libros mas raros nos regala la abuela-. Gulliver en el pais de los gigantes. Ah, no. Celia no, prohibido. Esta niña no puede leer Celia. Solo faltaba que le dieran ideas.
-No escribas esas cosas- dice mi padre.
Lo dice porque ha escrito un cuento que se titula ,de niñas pobres y niñas ricas; muy malas, las ricas. Y cuando hago el realto heroico de un caballero de dieciseis años, mi padre no capta el aliento dramático. , comenta. Me acostumbro a vivir sin elogios y sin reconocimiento. Y para colmo de males nunca seré rubia.
Hacia los diez años conozco a Antoñita la Fantástica, el espejo claro de mi vida. Allí está mi hermano Manín con su primer pantalón largo; nuestras entañables fiestas de Navidad; mi amiga Marisa, la guapísima; hasta el perfil aquilino de la abuela madrileña. Y caigo en la cuenta de que lo que tengo que hacer es escribir un diario -no místico, como el de los ocho años-. Y ya estoy en ruta. En primero de Bachiller, los periódicos de humor, las novelas por entregas que leen mis amigas, ¡y lloran!; los cuentos de hadas en clase de francés, las viñetas de ciencia-ficción en clase de costura -<¿Cómo acaba?>, pregunta la profesora-. Ni sospecho que estoy empendiendo una largísima trayectoria de irresponsablidad y aprendizaje, de deslumbramientos e impotencia, de fracasos encadenados más que nada. Y que sólo en la madurez podré hacer realidad lo que al paso de los años ha ido convirtiéndose en una aspiración básica: ejercer el oficio.