Pilar Mateos

Los grandes

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          AUTORES  

 

            Creo que la piedra de toque de un libro es la relectura, querer volver, como a las películas y a las personas, y no tanto por su calidad, sino directamente por lo que nos ha interesado o conmocionado o seducido. A la hora de releer libros olvidados y significativos en mi vida, los primeros que leí saltan como delfines y ni siquiera se si son buenos y malos. Tampoco se quién los escribió. Tengo la idea de que a los libros, como a las buenas acciones, les sienta mejor el anonimato que una fotografía en la contracubierta. Tardé años en relacionar a Mark Twain con Tom Sawyer y a una vieja profesora inglesa con Guillermo Brawn. Y supongo que, en algún caso, el reencuentro va a parecerse a la recuperación de un compañero escolar del que no hemos sabido nada en tres décadas.  Eso, desde luego, implica el riesgo de una decepción. Pero no voy a hablar de lo que me ha decepcionado.

 

           Sammy camina hacia el sur de w. h. Canaway  - Hablo de la trayectoria de un niño atravesando Africa, de la que recuerdo, más que la dureza de las situaciones que se le presentan, el carácter insólito de sus aventuras y la sugestión de las vivencias. Y también algo soterrado, un entendimiento imprevisto que permite reconocerse a dos extraños en el primer encuentro, en este caso a una mujer solitaria y a un niño que acaba de perder a sus padres bajo un bombardero, en el canal de Suez. 

          Estamos en noviembre de 1956, en Port Said. Y sobre el autor o la autora - el nombre va con inicial -, solo se que escribe en lengua inglesa y que sus cincuenta primeras páginas son avasallantes. De manos a boca nos encontramos de camino con el protagonista. Y lo que mejor define esta trayectoria es la inmediatez de acontecimientos y personas. La vida se ha vuelto primitiva, un combate por subsistir que sucede delante de nuestros ojos con el mismo vigor, la misma veracidad que si el autor o la autora estuviera registrando unos sucesos, no inventándolos. 

          Recuerdo haber oído que Emilio Salgari viajaba en los mapas. Yo me juego una mano a que este narrador conoce el itinerario como la palma de la suya. 

         El encuentro del niño con los beduinos que se burlan de él, fingiendo que van a matarlo y provocándole terror, está narrado con tal eficacia que nos los pone delante repitiendo en árabe: matémoslo. Y les oímos reír, palmeándose mutuamente la espalda, mientras el niño que llora solo, que juega solo, va aprendiendo deprisa a devolver los golpes y a escapar de la mala gente.      

           Es un niño con muchos arrestos, como pueden se los niños, y su soledad no esta atravesada por el sentimiento de abandono, quizá porque sus padres le han sido arrebatados, no lo han abandonado, quizá porque se le impone la obsesión del viaje. Cuando Sammy se dice: mi papá y mi mamá han muerto, se siente entristecido y disminuido. Cuando se dice: soy huérfano, recupera su iniciativa y se crece sobre sí mismo. Y no se para a reflexionar, no se para a sentir. Su vivencia es más la de un animalillo en lucha con los obstáculos. Está salvando su piel y tiene un objetivo ciego que cumplir: Llegar a Durban, donde confía en que alguien lo espere. 

           La variedad de los parajes africanos y sus culturas se alterna con escenarios del mundo occidental, en los que el autor va introduciendo con habilidad a los sucesivos personajes que gravitan sobre el chico o van a cruzarse con él. En este acercamiento no se recata en dejar entrever sus preferencias. Más que la mujer de engañosa apariencia maternal, le simpatiza mistress Adans, aparentemente expeditiva y aparentemente frígida, no muy interesada en hacerse cargo del hijo de su hermana.  Se muestra condescendiente con el periodista italiano empeñado en conseguir una exclusiva, y prefiere sin duda al haji musulmán que regresa de sus siete años de peregrinaje a la Meca, con el que Sammy navega hasta Juba, en el Sudan.  Y al autor y a mí nos seduce ese individuo, mezcla de proscrito y de cazador furtivo, huido de un campo de concentración en 1917. Ahora, que pasa de los setenta, es el hombre prudente que no hace preguntas a Sammy y que se cuida de su supervivencia física y mental, mientras destila con egosimo sus recuerdos de music-hall.   

          Quizá se haya notado que vengo hablando de un autor y que ya no dudo de su condición masculina, porque yo sí opino que la expresión escrita suele ser diferente entre hombre y mujer, como suelen ser diferentes tantas manifestaciones. Y estoy preguntándome si será autor de un solo libro antes de conprobar que, tras las enigmáticas iniciales, está el autor inglés Bill Canaway, que sirvió en la inteligencia del ejército en Italia y en Africa del norte, a finales de la segunda guerra mundial, y que se dedicó a escribir en exclusiva, al cabo de diez años de ejercicio docente en un colegio técnico de Stafford.  De sus quince novelas, “Sammy camina hacia el sur“  fue traducida al menos a doce idiomas y se hizo la adaptación cinematográfica en 1963. Estaba preparando el guión de otro de sus títulos: “La declaración de independencia”, cuando murió en 1988.   

          Rimas y leyendas de Gustavo Adolfo Becquer  -  La poesía se hizo presente muy pronto en nuestro despertar literario. Y entre los poetas menores que alborearon en nuestra adolescencia, había uno grande. Fue el que nos inició en los códigos musicales que iban a permitirnos la asimilación o interpretación de la poesía. Antes de que aparecieran Machado y Miguel Hernández, ya estaban las rimas de Becquer en boca de las chicas de tercero de bachiller, en las dedicatorias de los libros, en el reverso de las estampas, como un ritual privilegiado de iniciación.

          Nosotras, sin embargo y por más que lo admiráramos, no estábamos en Becquer.  Nos veíamos con los dedos manchados de tinta y tomates en los calcetines. Comíamos garbanzos y polos de limón. Y no nos identificábamo con un vago fantasma de niebla y luz. La relación con la poesía aún no llegaba a considerarse una relación entre camaradas. Para eso tendríamos que conocer a Pedro Salinas.

 

           El encuentro con La voz a ti debida de Pedro Salinas es el encuentro con nuestra propia lírica, con nosotras mismas, rescatadas por su poesía tal y como éramos, sin aditamentos y reducidas a la esencia de los pronombres.

           Quítate ya los trajes, / las señas, los retratos.   /  Yo no te quiero así,  / disfrazada de otra, / hija siempre de algo. / Te quiero pur, libre, / irreductible: tú.  / Y cuando me preguntes /  quién es el que te llama,  /  el que te quiere suya,  /  enterraré los nombres,  / los rótulos, la historia.  / Iré rompiendo todo /  lo que encima me echaron   /  desde antes de nacer.   / Y vuelto ya al anónimo   / eterno del desnudo,   / de la piedra, del mundo, /  te diré:  / Yo te quiero, soy yo.   

          Para una generación que anheló sacudirse de encima las convenciones sociales y lograr manifestaciones más auténticas, “La voz a ti debida” era una respuesta.

           Salinas es el Becquer de los veinte años, dijo aquella chica en primero de filosofía.

    El crítico Stephen Gilman señala una evidente unión de Salinas con la línea tradicional de la poesía amorosa española, en particular con Bécquer “las líneas e imágenes individuales de Bécquer han sido primero buscadas y luego sepultadas cuidadosamente bajo la superficie poética, desde la cual pueden operar sin ser vistas”

          Nosotras no llegábamos a tanto. Lo que nos gustaba era ese mundo concreto, esa cercanía y cotidianidad de los materiales que nos parecía muy personal y rompia la solemnidad del poema, y esa mujer cotidiana, de sus versos, tan real que me la encontré hace un año en una papelería de Madrid. 

          “Se te está viendo la otra. / Se parece a tí: / los pasos, el mismo ceño, / los mismos tacones altos / todos manchados de estrellas”.  Ella llevaba esos tacones. Y con esta soltura que da la edad para meterte donde no te llaman, le dije: Hay un poeta que habla de tus zapatos.  No crean que se extrañó. Tomo nota del nombre y del título del libro. Esa misma noche estaría buscando a Pedro Salinas a través de internet como él busca a la amada en el amor, no a sí mismo. Dice Joaquín Gonzalez Muela (edición de Castalia -1989) que el poeta quiere entender más que entenderse.  Jorge Guillén considera que no es un hombre interior: La índole espiritual, señala, no implica ensimismamiento. Está siempre en relación de amor o de amistad con las cosas o las gentes, dispuesto a encontrar en ellas su sentido y trascendencia

          Y no solo nos identificábamos como objeto del amor, sino también como sujeto, varón o mujer. Y reconocíamos en los del Autor, gracias a su manera de cantarlos, el tumulto de nuestros sentimientos: no quiero que te vayas dolor, última forma de amar…nuestras propias contradicciones y las interrogantes de la ausencia.     ¡Qué paseo de noche - con tu ausencia a mi lado!   - Me acompaña el sentir - que no vienes conmigo.  -  Los espejos, el agua - se creen que voy solo; - se lo creen los ojos.  -  Sirenas de los cielos, - aún chorreando estrellas, - tiernas muchachas lánguidas, - que salen de automóviles, - me llaman. No las oigo…  

        El poema que cierra “La voz a ti debida” es el que reclama realidades para nutrir las sombras que los amantes están forjando en la distancia.  -  Acude ven conmigo.  - Tiende tus manos, tiéndeles tu cuerpo, dice el poeta...y su afanoso sueño de sombras - otra vez será el retorno - a esta corporeidad mortal y rosa - donde el amor inventa su infinito.


          De este poema obtiene Francisco Umbral el título para una de sus mejores obras, “Mortal y rosa”. Pero no es este libro el que voy a comentar ahora, sino la historia de David Copperfield, de Charles Dickens, un título que no había vuelto a leer desde la versión reducida que me regalaron a los trece años.  Y lo que entonces se me quedó en la memoria, junto a la fascinación de la lectura, fueron, sobre todo, modelos de mujer, la contraposición entre la fragilidad de la madre y la fortaleza de Inés, quien acabaría ocupando, en el corazón de David, el lugar que Dora, la mujer niña, había dejado vacío.    

          Ese era mi recuerdo. Y este era el libro que el autor apreciaba más entre los suyos.  Y que tuvo una tirada incial de cien mil ejemplares en 1850.  Y doy fe de que empezar su lectura con los ojos de ahora ha sido un deslumbramiento.

           Es un pulso maestro el que nos lleva por esta novela épica, en la que el talento del autor y su oficio despiertan nuestro interés por los más insignificantes personajes, gracias a la fuerza plástica de sus retratos, a veces esperpénticos. Cualquiera de ellos bastaría para sustentar un relato. Y cualquier situación nos depara la autenticidad de lo vivido, la recuperación de lo que nos concierne en nuestra propia niñez. Y no importa qué porcentaje de la historia corresponde a lo real y cual a lo imaginado. Carlos Marx afirmaba que Dickens y otros novelistas ingleses de la época victoriana mostraban al mundo más verdades sociales que los políticos profesionales, publicistas y moralistas juntos. 

          Y yo creo que los datos biográficos, como las fotografías en las solapas del libro, más que explicar las obras lesionan su integridad o la alteran, porque la narración es una entidad autónoma, una arquitectura completa, que ni siquiera necesitaría una firma. Y se produce una interferencia cuando Copperfield vuelve a hacer una alusión a la tumba de su madre y tú ya sabes que Dickens le ha guardado ese resentimiento a la suya: un niño de 12 años en una fábrica de betún, pegando etiquetas a los botes, diez horas diarias. Parece que sus padres no se apresuraron a sacarlo de allí, tan pronto como recibieron la herencia que hacía innecesario aquel trabajo y libraba a la familia de la prisión de deudores.  

          También cambia la trascendencia de alguna situación al saber que fue el propio padre de Dickens el que estuvo recluido en esta curiosa prisión, donde vivían los deudores con sus familias y que fue demolida unos años más tarde.

          Me llama la atención ese atisbo de análisis grafólogico: La madre de David hace muy corto el rabo de los nueve, que la grafología relaciona con el sentido práctico, la capacidad de ir resolviendo los asuntos que nos pavimentan la vida. Nada más lejos de la actitud de esa mujer que, a estas alturas, vista de tú a tú, ya no es solo una criatura indefensa y conmovedora; es la enamorada sumisa que pasa por todo; la hembra que no sabe proteger a su cría. Y el autor nos sitúa apenas con unos toques maestros, de halago y coquetería, de expectativa amorosa, que cualquier mujer reconocerá en el inicio de una relación, para trasmitirnos luego la tortura psicológica a que es sometida, su destrucción como individuo a través del miedo y la negación.

          Escrita desde el amor a la mujer, la obra fluye en una sucesión de expectativas y descripciones originales; con diálogos precisos y jugosos; con una eficacia y una pluralidad narrativa entreverada de emoción y de una ironía que hace aflorar la sonrisa de continuo.  La situación en la que David confiesa a Dora sus sentimientos amorosos, el amor vivido con la mayor intensidad romántica, no este romanticismo a la americana que se resuelve con dos velas en una cena, sino el Amor, amor, catástrofe, de Salinas, qué hundimiento del mundo,  y cuanto más se enciende el fervor del anamorado, y más declamatorias y vehementes y entregadas y apasionadas se hacen sus razones,  en la misma medida se van agudizando  los ladridos simultaneos del perro celoso que sirven de contrapunto a la solemnidad de sus juramentos. 

          Ya la entrada de la tía Betsey, la que lo rechaza al nacer por varón, se presenta con un aire de comedia, de  farsa, que se respira a lo largo de la narración, en ocasiones adentrándose en la picaresca, como en la burla de la comida pantagruélica que no traga el niño, sino que un picaro se la está comiendo por él y dejándolo  hambriento;  diferente  ralea de pícaros y rufianes con  los que tiene que vérselas, a veces tan crueles como los recolectores de lúpulo que le tiran piedras en el camino hacia Dover, donde David se ve obligado a vender hasta la ropa que lleva puesta. La dureza de estas escenas se resuelve otra vez con un aire de farsa cuando el niño se desmorona en casa de la tía Betsey, y la enérgica solterona va sacando botellas del aparador y dándole a beber un poco de cada una con la intención de reconfortarlo.  Sin duda debió sacarlas al azar - cuenta David -, porque tengo la certeza de haber paladeado sucesivamente agua con anís, salsa de anchoas, y condimento de ensalada.      

          Farsa a veces, tragicomedia a veces. Y si llego a hablar de tragedia, de la voluntad de supervivencia de un héroe enfrentado a fuerzas descomunales, es porque creo que el drama lo protagoniza el adulto que llegará a ser. El adulto es el que sobrevive, el que carga con sus recuerdos y sus consecuencias. La dureza desmedida que golpea al niño desata una tragedia, porque el niño no admite redención. Al alejarse de su niñez, dice David Copperfield que la ve perdida en una inconmensurable distancia. Dice: cae un telon que nadie vuelve a levantar. Jamás he tenido valor para calcular cuanto tiempo estuve obligado a soportarla. Solo se que existió y dejó de existir. Que la dejo relatada y que aquí la abandono. 

          David Copperfield tiene 10 años cuando se queda del otro lado.

          Y yo tengo miedo de que a partir de ahora la novela no esté a la altura de estas páginas extraordinarias. El propio autor destaca la agudeza de la capacidad de observación de los niños. Y considera solamente un resto la que mantenemos después, ya no adquirida ni desarrollada en la madurez. 

           Diversos Grandes nos han ido aportando los diversos axiomas sobre la infancia, como la auténtica patria del ser humano, o la etapa de la verdadera vida que solo dejamos atrás para sobrevivirnos, la infancia como paraíso perdido y, por supuesto, como la única y la genuina cantera de la literatura. Lo malo, dijo alguien, es que la infancia solo da para cincuenta folios. Lo que hay que conseguir, dijo Umbral, es que de para cinco mil. Y como él estuvo a punto de conseguirlo, todavía no veo claro cual de sus libros quiero comentar. Así que me voy a mi estantería a buscar un título sobre el que no albergo ninguna duda.

 

           El perro de los Basquerville de Conan Doyle.  Ya habran notado que no soy partidara de iluminar las obras a la luz de las biografías de quienes las escriben, pero también tengo mis contradicciones. Y me ha gustado encontrar una explicación a la intensidad de un recuerdo lejano, descubrir el motivo de que lo más duradero de “El Perro de los Basquerville” en mi memoria, desde aquel verano de los quince años años, haya sido, sin duda, la sugestión del territorio, el misterio y la fascinación del páramo.  Con el último de los Basquerville he regresado a la hondonada sombría donde se levanta la mansión. Y recuerdo a una bella mujer, inquietante y soterrada, que seguramente está jugando un falso papel. Un gemido largo, profundo, de una tristeza imposible, se extiende por la ciénaga y llena el aire, sin que podamos fijar su procedencia. Y el propio territorio, esa larga y tenebrosa curva del páramo, rota por las colinas dentadas, parece asumir el protagonismo del mal.

          Lo que yo no sabía era que había sido precisamente el territorio lo que dio origen a la novela; que mi fascinación era la misma que sintió el autor al adentrarse por primera vez en los páramos de Devonshire.

          En 1893, Conan Doyle, un tipo inconformista, de vida intensa, acababa de matar a su personaje más célebre, pese a la oposición expresa de su madre y a que 20,000 mil lectores se dieran de baja en el semanario The Strand que publicaba las entregas de sus novelas. 

          Un tiempo después, este hombre que no ha renunciado ni siquiera a ejercer la cirujía en un ballenero, en el Ártico, se presenta candidato al parlamento por Edimburgo y pierde la elección por un estrecho margen, a causa de su pasado como alumno de los jesuitas. De vuelta a Londres, en un recorrido por el condado de Devonshire, con visita incluida a la prisión de Princetwon, de la que acaba de fugarse un presidiario, una conjunción de elementos se confabulan para inspirarle una trama que recoge el aislamiento de la mansión en los páramos, los cobertizos neolíticos de piedra gris recubriendo la rocosa ladera y otros elementos del folclore local, entre los que se cuenta la leyenda de la bestia.

          Como necesita a Holmes para urdir la historia y no quiere resucitarlo, recurre a una trampa cronológica y hace que esta aventura sea anterior a la que ha terminado con la vida del dectective en “El problema final”.

          La novela se introduce con los planteamientos realistas y deductivos de Holmes, sus conocimientos antropológicos y anatómicos que van a servirle para desenmascarar alguna falsa identidad.  Y aunque la existencia de ese animal mostruoso parece incuestionable y se atestiguan sus huellas, a quien Holmes está buscando, con la ayuda y la admiración de Watson, es a las personas reales que han rodeado al último muerto de los Baskerville y al que estará a punto de caer si ellos no lo impiden, mientras el Autor va perfilando a los personajes, orquestándolos sobre el territorio con la eficacia con que maneja sus peones al servicio de la trama.

           La presencia de ese convicto en el poblado de los hombres prehistóricos, sin comida y sin abrigo, cuando las lluvias extienden la ciénaga a todos los caminos, no solo tiene un peso decisivo en las intrigas del lector, su figura subraya la desolación del páramo y su historia, ensartada con habilidad,  hace más sombría la amenaza de la leyenda que se cierne sobre él, al tiempo que las hipótesis sobre lo que está sucediendo van dejando paso a otras más probables; soluciones inesperadas para el lector pero no improvisadas por parte de Conan Doyle, que prepara con mucha precisión el engranaje de sus novelas, graduando sorpresas y respuestas dramáticas que mantienen la intriga hasta el final de la trama al tiempo que la densifican. 

        Publicada por entregas en el semanario The Strand, 1902, parece que es la más famosa de sus novelas, a la que sigue sin remedio el regreso de S. H., cuyas aventuras seguirán escribiéndose contra la voluntad de su autor, que las consideraba un producto comercial y pretendía obtener reconocimiento por otras obras, en su opinión de mayor trascendencia, novelas históricas y fantásticas, poemas y teatro hoy casi olvidados, según dicen los expertos. 

          Este es un drama que se repite con alguna frecuencia en el haber de los escritores – su voluntad en una dirección y sus resultados por otra - y del que no se libró ni el propio Cervantes, que no había proyectado ser el más grande de la lengua castellana a través de una novela. Lo que él quería, y no lo consiguió, era triunfar en el teatro.  

 

           Primavera mortal de Lajos Zilahy  -   Por esta vez  he logrado escapar a la influencia literaria de la Inglaterra victoriana, que todavía coleaba en la mitad del siglo pasado, y  he vuelto a este libro del autor húngaro como quien vuelve a un amor. En los dos casos, parece probado que cierta distancia puede favorecer la lucidez. Y cuando retomo este título tan logrado como tal título, “Primavera mortal”, tengo que saltarme un exceso de interrogaciones en la tercera página, que me resulta monótono,  pero antes de que quiera darme cuenta, ya he sido arrastrada por un caudal de sensaciones y contrastes;  esa melancolía que producen en la primera juventud los recuerdos de la infancia y el fatalismo que se cierne sobre este hombre, al que sabemos condenado desde el primer momento, en contraste con la vitalidad de los amigos que han sobrevivido a los sueños jóvenes o los están cumpliendo.

          La narración se formula como una larga confidencia de este hombre, desde el nacimiento ingenuo del amor, que lo pilla desprevenido, muy lejos de suponer que esa primera mirada de cruriosidad o interés, de desafío, de propuesta, de complicidad, vaya a resultarle tan cara.

          La historia es una vivisección del amor contrariado o destruido, que revela los síntomas del envenenamiento pasional, contra el que no valdrá de nada el rostro bello, franco y limpio de Jozsa, la segunda mujer, la que podría salvarlo si ella misma no fuera la trampa a la que recurre el destino trágico para precipitar su cumplimiento. 

          Esta visión destructiva del sentir amoroso se sustenta en un análisis psicológico muy sólido, que nos implica en el encadenamiento de los sucesos y en el fatalismo que embarga la narración, hasta llevarnos a comprender con él que no tiene salida.

          La aparición de la segunda mujer, Jotza, me afianza el recuerdo de otra novela escrita y publicada por la misma época; estamos en la primera mitad del siglo XX y hablo de “Climas” de André Maurois. Ambos autores establecen una antítesis entre dos mujeres o entre dos maneras de vivir el amor.  Y recuerdo a Isabelle, la de Maurois, más como éramos. Y reconozco a Jozsa más actual, la del autor húngaro, más como somos o como son,  independiente y arriesgada, más baqueteada también a los 23 años. El suelo de su cuarto está enmoquetado. Y los utensilios del tocador indican un exagerado culto al cuerpo de la mujer. El narrador ya utiliza la palabra modelo para confirmar su elegancia. 

          Cuando encontramos a este hombre ya sabemos que está viviendo su última jornada. Y toda su remembranza nos va a conducir hacia ese punto donde nos reencontramos con él, a orillas del Danubio, en el mismo paraje y en el mismo momento del atardecer. Solo que ahora conocemos sus razones. Y cuando ya nada puede remediarse, con el recuerdo más íntimo en el pensamiento del protagonista y en el nuestro, hay una última mirada formalista, la mirada del funcionario de la Sociedad de Salvamento de Budapest, que pone sobre él y sobre nosotros la frialdad de la distancia.  

 

          Llevaba muchos años oyendo mencionar este título La forja de un rebelde de Arturo Barea (1897 – 1957)  antes de que me lo encontrara, hace tres o cuatro, en una papelería de un barrio de Cadiz.  Era un resto de una edición del periódico “El Mundo”, que había pretendido ofrecer las mejores novelas en castellano del siglo veinte.

          Mi primera impresión al adentrarme en su lectura fue la de recuperar un mundo que era el mío, mi país, mi familia, mis antecesores, cosas lejanas y neblinosas de mi infancia que se definen de nuevo.  Y a la memoria que me devuelve, a la mía, se suma la del Autor que me remonta en el tiempo y aún va más allá, con recuerdos como los de la abuela grande, madre de 25 hijos que se esparcieron por el mundo en cuanto cumplían doce años, los que conseguían alcanzar esa edad. Y de los veinticinco, a los que ella sobrevivió, el más joven fue el padre de Arturo Barea.

          En el prólogo, Luis Antonio de Villena califica de singular el caso de este Autor extremeño, criado en Madrid por una madre viuda, que se ganaba la vida lavando ropa en el Manzanares. La muerte del familiar que se había comprometido a pagarle los estudios de ingeniería le obliga a ejercer desde chico los oficios más diversos. Y a partir de 1920, cuando es llamado a filas, participa en la guerra de Marruecos. En agosto de 1936, Barea entró a trabajar en la oficina de censura de prensa extranjera, situada en el edificio de la telefónica de Madrid.  Allí conoció a su segunda mujer, la austriaca Ilsa Kulcsar, decisiva en su vida y en su trabajo.  A finales de este año, en el Madrid asediado por los bombardeos, empieza a trabajar en esta trilogía de la que he mencionado el primer título, “La forja”, al que siguen “La ruta” y “La llama”.  La traducción al inglés de Ilsa Kulcsar se edita en 1941, alcanzando un éxito rotundo en Inglaterra, Estados Unidos y Dinamarca, diez años antes de que se edite en Argentina.  En España no se publicará hasta 1978.

 

      Cuando se exilian en 1938, Barea ya se había inciado en la radio desde Madrid,  mezclando en sus charlas propaganda republicana y literatura.  En los servicios de la BBC emitió programas en español dirigidos a America latina.  La España que quiero mostrar al lector británico, señala en el prólogo de la edición inglesa, ha de ser un día parte de la Paz mayor.             

          Y la España que muestra en el primer título, “La forja”, se encuadra desde la mirada de un niño. La historia, dice el historiador Josep Fontana, no es una sucesión de reinados o de consejos de ministros, sino de procesos sociales.  El escritor describe esos procesos y completa los datos, pero es el niño el que  va registrando,  en ese mundo cambiante y plural,  lo que cazan en  los pueblos y los frutos  que comen los vecinos, según la producción de las tierras,  las rencillas familiares y la crudeza de las peleas infantiles entre hermanos,  las inciaciones sexuales colectivas y juramentadas en el silencio,  el trabajo de los niños,  que dejan de aprender a los ocho años para incorporarse a las tareas del campo. Y el qué  dirán gobernando la vida. 

          El que va tomando nota es un niño de inteligencia excepcional, al que le basta escuchar las explicaciones del profesor para mantenerse en el primer puesto de la clase, a no ser que lo pierda por haber llegado tarde a la misa de cada mañana.  Está haciendo a la vez dos cursos de bachillerato y las oposiciones para las mátriculas de honor que le garantizarán la gratuidad de la enseñanza.  Y antes de los catorce años ha conseguido entrar de meritorio en el banco de Crédito Extranjero,  donde hay minuciosas señoritas que permanecen doce horas diarias, con luz artificial, en un sótano sin ventanas;  donde el trabajo está estructurado de manera  que cualquier empleado puede ser despedido  en el acto,  sin ningún trastorno, y sesenta chicos cumplirán un año de trabajo sin sueldo;  entonces dos o tres serán empleados y otros cincuenta y siete entrarán a reponer  la remesa anterior. “Ese miedo del meritorio a que lo echen a la calle antes de terminar el año aumenta entre los hombres ya empleados y los hace cobardes:  Cuentan los pitillos que se fuma uno, si tiene alguna amiga, si va a misa o si no, si llega tarde, si se equivoca en el trabajo, si va a la taberna del portugués. Y se lo cuentan al empleado inferior, al superior; este al más alto, el otro al jefe.  

            Me sorprende que el chico no se malogre en ese temprano ascenso social, subordinando a ello su visión, pero no lo hace, aunque es consciente de las reglas que debe acatar en el atuendo y en la manera de hablar.  Y es precisamente esta trayectoria lo que confiere a su obra un valor testimonial único.

          Su mirada, como provista de una lupa, le permite descifrar la letra pequeña del entorno, desenmascarando farsas sociales, políticas, ideológicas o religiosas desde una atalaya privilegiada,  porque su evolución personal, más que un ascenso social, a mí me parece una pluriinmersión en  los distintos estratos. Puede decirse que él pertenece a todas esas sociedades compartimentadas, estancadas, desde las que desvela las miserias del país, la ingeniosa picaresca de supervivencia, las marrullerías  que  quedan al descubierto en en todos  los estamentos y en mayor medida, sin duda, en  los que tienen más poder.

          El Autor no califica, no analiza. Observa y narra. Dedica la misma agudeza a la observación del gato que a las resonancias de la voz de los cantantes líricos, sometidos, por cierto, al poder del jefe de la claque. Con la misma pasión y precisión describe las medias que se ha confeccionado la mendiga, usando los trozos inservibles que le han regalado. Y no pone más ternura al retratar la intimidad con su madre que en la que recoge del tio Luis con su mujer, pequeña y redonda, picante como un grano de pimienta. 

          La utilización del presente verbal aumenta la sensación de cercanía. Y las escenas se visualizan como a través de una cámara :  los grajos charlando alrededor del barranco donde se echan los cadáveres de los animales, doscientos chicos juntándose en el barrio para una pedrea,  los que se entretienen en crucificar murciélagos,  acusándolos de beberse la sangre de los niños. Vemos a la gente buscando, entre la escoria de las locomotoras,  los trozos de carbón que no se hayan quemado. Y el café de los mendigos, en la calle Mesón de Paredes, donde se hace el recuelo con los posos de los cafés de Madrid.  Y se nos pone delante esa pintoresca separación escolar entre niños pobres y ricos, mas alla de la que yo conocí;  la no menos pintoresca  actitud de los curas de la época,  que no excluye la dignidad en el retrato  del padre Joaquin, unido al chico Barea por la diferencia “ A veces los hombres parece que hablan hacia dentro.” 

           Dice Cesare Pavese que para hacer literatura no es necesario crear personajes, sino trasformar los hechos en palabras y poner en ellas toda la vida que respiramos.     

          En esta obra de Arturo Barea no hay artificios de narrador, no hay nada premeditado,  no tiene que crear una tensión dramática.  Su trayectoria personal, si acaso, vertebra un poco el relato.  La fuerza dramática, como la capacidad de sorprender, la aportan los personajes por si solos, las situaciones en que se desenvuelven o que los afectan, y que sacuden al lector entre página, al igual que la voz del narrador y su combatividad; los arrestos del chavalito que no se achanta ante unos regímenes de trabajo patriarcales y explotadores. 

          El Autor se desliza por los más variados escenarios en que se movieron los españoles de su tiempo.  Y en todos con la misma soltura narrativa. A menudo los autores se circunscriben a terrenos determinados, el que navega no cultiva la tierra, el que hace cálculo mercantil no funde el metal. Pero Arturo Barea no limita los territorios por donde lo lleva la vida.  Ha de poner en su voz los lenguajes más diferentes, ha de describir los elementos, los seres y los parajes más impensados. Y nunca le faltan las palabras y nunca se le queda corta la voz.  El suyo es un castellano exaustivo que no pierde un vocablo. Los diálogos son coloquiales y efectivos, con términos del Madrid casi cheli. Y el muchacho quiere meter las nariz en todas partes,  lo mismo en la Casa del Pueblo,  a los quince años,  donde suelta un discurso cuando lo tachan de señorito, que en el Real o en el Ateneo, donde,  gracias el barbero, contacta con Emilio Carrere;  con Benavente en el café de Castilla;  con Valle Inclán en el café  la Granja.

           Su peculiar trayectoria le facilita el testimonio de primera mano, a tal punto que, en la empresa que se crea  -  o se disfraza  -,  para el suministro de camiones y aeroplanos al ejército en Marruecos,  quien abre el libro mayor de la sociedad,  encabezando las cuentas con su mejor letra gótica, es el propio Barea. Y los titulares de las cuentas,  los personajes principales de la península.  Desde las oficinas del ejército registra los timos elaboradísimos que llevan a cabo los oficiales, como la venta del caballo tuberculoso  y el reparto de alpargatas a  los soldados.

           El valor testimonial de esta obra no excluye otros valores.  No se trata de un trabajo periodístico ni sociológico, aunque participe de ello, porque la implicación es más honda. No puede decirse que le falte el aliento poético, porque se prodigan las descripciones encendidas, como las del parque del oeste, las de la Moncloa, campo abierto y silvestre todavía.  Con qué fuerza estremecedora describe la resistencia de la murena, en la costa ceutí, con el cebo en la garganta.  

          Podría admitirse, con muchas reservas, que no sea es el aliento poético, la búsqueda o la voluntad de la metáfora lo que le mueve a escribir.  Y aun admitiéndolo deberíamos alegrarnos por ello.  De no ser así, Arturo Barea, no hubiera escrito esta obra, hubiera escrito otra, y nosotros nos la hubiéramos perdido.

 

           De Francisco Umbral, el libro que he seleccionado, por fin, es Los Amores Diurnos.  Como no estoy segura de haber acertado, vuelvo a consultar con mis amigas de Cádiz, que no lo han leído, y que reviven, en torno al Autor, la misma controversia que lo acompañó en su madurez. Sus crónicas periodísticas, sus banalidades sociales fue lo que llegó al sector más amplio de sus lectores. La mayoría de los que le negaban el reconocimiento no habían leído “Los males sagrados” o “Mortal y rosa”.  Pero el arte, por definición, es siempre superior al artista; en eso radica su naturaleza. Y a Umbral no se le puede regatear su categoría de primera figura. 

        Es curioso que, a pesar de la indignación ocasional de algunos sectores feministas, yo percibía en su literatura una idea del feminismo como la pura potenciación, en la sociedad, no en el hogar, de la entidad femenina. Y muchas mujeres jóvenes de aquellos tiempos lo amabamos. Una vez, en san Sebastián, una joven librera y yo por poco nos pegamos, confrontando títulos y rivalizando en nuestros conocimientos sobre su obra.

        Dentro de las restricciones que imponían las dictaduras, su literatura estaba refrescada, a menudo, por un perfume erótico que en este libro se potencia al límite, rompiendo la contraposición entre erotismo y pornografía. Lo que hace, ya en 1979, es erostismo de la pornografía, mientras trae y lleva, líricamente, como homenaje o identificación, la figura de Baudelaire, del que el propio Umbral se presenta como trasunto en unas ocasiones. Otras veces se le personifica en un joven poeta de la periferia que acude a conocer a la figura mediática, en el periodista pasota que está grabando una entrevista, o se le caracteriza como un psicólogo loco. Y ya no se cual de los dos escritores, en ese juego que se trae con su candidatura a la Academia de la lengua, si fue Baudelaire, que tampoco llegó a entrar en la Academia Francesa, o si era el propio Umbral el que postulaba que había que ser sublime sin interrupción. 

          En la contraportada de mi ejemplar, alguien dice que este libro es una rueda de iluminaciones en torno a una figura de mujer; una metáfora del sexo que va segregando metáforas colindantes en una obra maestra de desolación y ambivalencia. Y yo tendría que usar el lenguaje del escritor para hablar de ese bello capítulo, atravesado por la melancolía, que dedica a la fraternidad del viejo amigo, siempre fluyendo en una riada de matáforas, entre las que se desliza, a veces, una paradoja o una impertinencia que te arranca la sonrisa de pura sorpresa. Es el capítulo en el que habla de esa vida compartida, que en realidad no se comparte, porque cada uno recuerda cosas diferentes. “Ni siquiera me asalta la tentación repugnante y pueril de considerar que he llegado más lejos que él; que he triunfado más en algo. Si me pongo las gafas de leer y leo mi nombre, emana de él más éxito que del nombre de mi amigo. Pero una gloria que solo se percibe con gafas de leer no es una gloria”.

          Por debajo de esta riada de inventos, palabras vueltas del revés, convertidas en imagen y vuelo, hay una             realidad cotidiana, en la que más o menos habitamos los demás.  “Leticia- Lutecia era pirómana……. Preparaba el fuego minuciosamente con alcohol, trapos y papeles, como si fuese a curar a alguien de algo, y luego se sentaba a ver el recital de las llamas, la cantata del objeto incendiado; a desentrañar, con sus ojos claros y tristes, el parentesco nunca aclarado, pero siempre intuido por la humanidad, entre el fuego y la música.” 

          La relación erótica serpentea a través de todo el texto, que se nutre con los temas más diversos y las situaciones más improbables. Da igual. La vida es solo un pretexto para hacer literatura Y su argumento es el propio Autor.  Delibes dijo de él cuando empezaba, en los primeros sesenta: “Escribe como mea”. Quizá sea la falta de contención lo que se le podría reprochar; que me sature con esos capítulos añadidos al final, que no vienen a cuento.  Y a mi me enfada esa manera de cancelar la relación con la niña, echándole en cara su maldad. 

         Todo esto más o menos se lo explico a mis amigas, porque no se si he elegido el libro acertado. Y en cuanto cierro la boca, una de ellas me apremia: dame el título, dime cual es el título Y a la mañana siguiente, hay otra que me llama para decirme: vengo de la biblioteca, de buscar los libros de Umbral. Estoy leyendo “Carta a mi mujer”. 

          Y yo me decido,  por fin, hablarles a ustedes de este libro, antes de pasar a pedirles perdón por mi imposible pronunciación de la lengua inglesa, que nunca aprendí y que hasta ahora no había echado de menos. Ahora sí. Pero hasta hace poco me consolaba pensando que era una manera de defender la pureza de mi castellano. Y acabo de hacer el descubrimiento, gracias a Enrique Vila-Matas, de que no andaba yo tan descaminada.

 

       En Bartleby y compañía, Enrique Vila-Matas  recoge los motivos que alega el escritor barcelonés Felipe Alfau para haber dejado de escribir: En cuanto aprendes inglés empiezan las complicaciones. Los latinos y los españoles nos hacemos sensibles a implicaciones y complicaciones en las que jamás habíamos reparado. La filosofía se entromete en todo y nos hace perder esa cualidad de tomarnos las cosas como vienen. Y dice que asi no hay quien escriba.

           “Bartleby y compañía” toma como referencia la figura del escribiente de un relato de Herman Neville,  alguien que viene a ser un desertor de la vida.  Yo lo conocí de jovencita en un relato radiado.  Y recuerdo aquella voz leve que quería pasar sobre las cosas sin rozarlas; aquella muletilla con la que rechazaba cualquir proposición, incluso cualquier obligación laboral:  preferiría no hacerlo. A través de este personaje, Enrique Vila -Matas nos trae las circunstancias de los grandes escritores que en un punto de sus vidas prefirieron no hacerlo y dejaron de escribir.  Relacionándolos en esa afinidad, nos acerca a figuras literarias de toda índole y forma un cosmos de talentos que piensan, respiran, padecen y elucubran para nosotros, descubriéndonos actitudes que no sospechábamos. Según mi opinión, oímos decir esuperfactos a un tal Marius Ambrosinus, según mi opinión, Dios es una persona excepcional. Y que yo no conozca a ese escritor, y hasta me sospeche que es inventado, no impide que disfrute de su caso tanto como de las pintorecas explicaciones de Juan Rulfo:  ya no escribo porque se me murió el tio Celerino, que era el que me contaba las historias; o de la motivación de Gil de Biedma,  que dejó de escribir por un equívoco inicial,  porque no quería ser poeta sino poema. Mi mejor obra, dice Juan Ramón, es el arrepentimiento de mi obra.  Ya no vuelve a escribir después de la muerte de Zenobia. Las razones son tan diversas como la índole de los escritores que abandonan la literatura, desde los que emplean setenta folios en describir una botella hasta los que se pierden en el laberinto de novelas infinitas. 

         Hay un caso que me ha despertado un interés especial; el de ese compañero escolar que archivaba, de adolescente,  poemas inventados de los que solo escribía la primera línea: No diré que un sapo sea…. Y nada más. Ni una línea más.   

        Como representación de los desertores quizá sea la más lograda, porque él no necesitó llegar para abandonar.  Nunca llegó. Y se quedó ahí, en el desfalco de la juventud como promesa incumplida.  Y es difícil que su caso no nos concierna en alguna faceta, en algún sueño;  lo que auguramos de jóvenes y lo que nunca llegamos a intentar. Y me parece, desde ese punto de vista, que todos nosotros tendríamos algo de Bartleby. 

 

           Para mencionar este último libro, me gustaría recordarles la máxima de Umbral, o la de Baudelaire, en la que preconizaban que había que ser sublime sin interrupción, porque Jorge Luis Borges es de los pocos que se aproximan a esta exigencia de tan difícil cumplimiento. De este escritor, que dijo que no podía hablarse de libros logrados si no, en todo caso, de algunas páginas, precisamente de él, cuesta limitarse a elegir un solo título.

          He seleccionado El Aleph, porque quizá fuera el primero de los suyos que leí, y todavía me dura el impacto, esa sensación de volver a los orígenes de la literatura, a la perfección y a la cueldad arquitéctonica de los templos milenarios. Y experimento el mismo horror que sobrecoge al tribuno romano al alcanzar la sombra de la ciudad de los inmortales, su evidencia frente al monumento de que es anterior a los hombres, anterior a la tierra. Y siguen llegándome, desde el fondo del barranco, los lamentos de ese infortunado que lleva padeciendo setenta años el tormento de la sed, ante la pasividad de los que estarían dispuestos a prestarle ayuda cualquier siglo de estos.  Y no importa que el Autor exceda mi elementalidad, que me abrume con sus conocimientos y su inventiva, aportando referencias o documentos falsos. Y puedo saltarme párrafos, incluso páginas - Daniel Pennac nos dio permiso en el decálogo del lector -; hasta puedo saltarme algún relato, pero da igual, porque ya se que no iré muy lejos. Donde yo caiga, por donde salga, él volverá a atraparme con la sugestión de su voz. Y ya se que no tengo escape.