Parece que nos construímos en la infancia, en cierta medida, según los modelos de alrededor, de acuerdo con los mensajes sutiles y a veces involuntarios que nos van transmitiendo. Los que yo recibí durante la infancia fueron contundentes. Los modelos que me propusieron no me gustaban. Y tampoco me resultaba atractiva la situación de la mujer en la sociedad, de modo que cuando empecé a escribir para niños, era consciente de que los mensajes de mis historias debían estar alentados por un espíritu igualitario -la misma educación para los niños y para las niñas, las mismas oportunidades y ninguna de esas expresiones coloquiales secretamente discriminatorias-. Y sobre todo, eso lo tenía muy claro, las mujeres de mis cuentos iban a ser ingenieras de telecomunicación, fontaneras, industriales y licenciadas en físicas. Y estaba pensando eso, en una licenciada en físicas, cuando se presentó Camila, con la cara sucia, con una zapatilla sí y otra no, y con una caja de pinturas mágicas capaces de hacer realidad cualquier cosa que se dibujara en ellas: una propiedad, había que reconocerlo, que no estaba muy en consonancia con las leyes físicas.
No me desanimé. Supuse que se me había colado, aprovechando un despiste, y que la próxima figura femenina estaría dirigiendo el equipo quirúrgico de algún hospital. Pero volví a equivocarme y me encontré con aquella mujer estrafalaria, que pintaba paisajes indescifrables en una buhardilla poblada de pájaros. Y de un piso más abajo salió una niña que no se llamaba Catalina ni María Teresa, sino Caballo Gris, y que, en vez de matricularse en una escuela de imagen y sonido, se dedicaba a trotar por las praderas entre una manada de caballos salvajes.
¿Y mis abogadas, mis jueces, mis bomberas, mis aviadoras?. Yo trataba, con los medios a mi alcance, de presentar modelos de mujer para una sociedad igualitaria. Y las mujeres de mis historias se me estaban escapando del molde una por una. Formaban ya un grupo bastante numeroso y, entre todas ellas, no había siquiera una policía de tráfico. Había una madre detective, eso no puedo negarlo, y una niña de nueve años empeñada en ser carpintera contra la voluntad de su padre, decidido, el hombre, porque lo consideraba más adecuado, a que la carpintería la heredara el hermano mayor, el pobre, que precisamente soñaba con ser astrónomo. Y estaba la mujer del pirata, que se dedicaba a la cartografía, lo que no deja de ser una profesión de personas sensatas. También andaba por allí una niña musical diciendo que, de mayor, quería ser presidenta del gobierno. Bueno, sí, presidenta del gobierno: pero al reírse tintineaba por dentro como un xilófono y, por la calle, siempre iban siguiéndola en fila los mirlos quintillizos. Y yo no la veía mucho porvenir, esa es la verdad.
En cuanto a las otras, casi era mejor no mencionarlas. Porque había que ver a la mujer del médico, en la plaza del pueblo, transformando pañuelos amarillos en pañuelos de color naranja. Y a la madre de Quinto Jacinto, que avergonzaría a cualquier hijo de doce años, ganándose la vida de mujer calcetín en la promoción de la mercería, o finguiendo las actitudes de un muñeco mecánico en mitad de la acera.
¿Dónde estaban las presidentas de las cámaras agrarias, las jefas de redacción, las directoras de orquesta?. En lugar de ellas, dos amigas adolescentes, de diferente raza, investigaban los recovecos de una casa imaginaria y, en la cabaña de las cosas soñadas, otra niña se las arreglaba para vivir dormida lo que no le permitían vivir despierta.La bruja del pan "pringao", que apenas levantaba dos palmos del suelo, estaba resuelta a quitarse de encima la etiqueta de hada que le habían adjudicado los demás. Y la zapatera remendona se tiraba semanas confeccionando el mismo par de botas y sin ver un duro. Ni que fueran las botas del rey.
En fin, me he dado por vencida. Qué remedio. A estas alturas me veo obligada a admitir que me han ganado. Las mujeres de mis cuentos no se han dejado manipular. No me han permitido recortar leyes a su medida, vendarlas ningún territorio ni excluirlas de ningún cometido. No se han dejado imponer modelos no queridos ni papeles prefijados. Han desarrollado su personalidad como individuos y no solo han adoptado, en libertad de opciones, su propio medio de vida sino su particular y voluntariosa manera de vivirlas.
Y, ahora que caigo en la cuenta, pensándolo bien, eso es lo que yo hubiera deseado para mis hijas y para mis nietas.